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jueves, 10 de julio de 2014

Sálvese quién pueda

Es mediodía. Como de costumbre, antes de comer tomó el periódico y lo hojeo. De vez en cuando, si el titular atrae mi atención o si el tema que trata el artículo, crónica o noticia es de mi interés lo leo minuciosamente. Sin embargo, cuando llego a la sección Internacional dejo de hojearlo. Y hasta de ojearlo. Paso las páginas del tirón, como si intentase no adentrarme en ese mundo paralelo, distinto, por mucho que compartamos planeta, recursos, aire, agua, marco espacio-temporal. Un mundo que parece haber regresado atrás en el tiempo. No quiero zambullirme en esa rutina de dolor, en esa espiral de iniquidad que amenaza con engullirlo todo. Antes, quizá, me hubiera detenido ante esos reportajes. Me hubiera alarmado y angustiado por lo que han de padecer inocentes en rincones remotos de la tierra, hubiera ensalzado la labor del reportero que se juega la vida por informar en el campo de batalla, hubiera reflexionado sobre la hipotética razón de los conflictos bélicos. Ya no. Llega un momento en el que, o eres antropófago, o tanta sangre te tira para atrás. 

viernes, 4 de julio de 2014

El sueño del celta

No es muy reciente, pero tira. Resulta que ayer empecé con una novela de Vargas Llosa. Curiosamente, escrita en el mismo año que se le condecoró como Premio Nobel de Literatura, 2010. No puedo parar de leerla. Tiene su aquél, ese embrujo literario capaz de abstraerte de la realidad y evocar, en sustitución, un sueño, una fantasía. "El sueño del celta", en este caso.

Se venderán más o menos, pero las letras castellanas son necesarias para entender, en su totalidad y complejidad, la literatura universal. Podríamos formar un círculo de debate y pasar las horas ensalzando las virguerías que escritores españoles han realizado con la pluma. O mencionando, simplemente, la descomunal cantidad de novelas, ensayos, poemas, autobiografías u obras de teatro que nuestros maestros han creado de su puño y letra. No nos interesa. Preferimos contarles cómo, en la literatura hispánica, los escritores latinoamericanos han sido los verdaderos referentes, los verdaderos artistas, desde la segunda mitad del siglo XX en adelante. Por extraño que parezca, en el mundo de hoy en día son los hijos de las colonias quienes colonizan con su talento el arte de escribir que, justamente comenzó a desarrollarse luego del descubrimiento de América. Es una tontería supina esto que les digo, pero es que esa obra de Vargas Llosa relata desde su lado más ópaco la vida del "mártir" irlandés que luchó contra el colonialismo en África. Sería gracioso que en el 2400 los niños británicos, a la vez que estudiasen a Stevenson o Arthur Conan Doyle, adorasen la prosa de narradores keniatas. 

No es difícil convivir con ese legado. Pues, reconocer como propios a los intelectuales del otro lado del charco no supone ningún shock a la sociedad. De hecho, aumenta el patrimonio cultural, enriquece nuestra identidad mestiza. Pongo este ejemplo porque nadie ha llorado más que los españoles la muerte de García Márquez. Y nadie tiene en más alta estima al genio peruano. Será el país del Gran Hermano y el Sálvame, de las borracheras en Salou o en Ibiza, del fracaso escolar, de lo que quieran, pero a los eruditos, a los mitos del intelecto que siempre repudió una minoría los idolatra, los respeta, los lee, los acoge para sí. Esos españoles, ese ínfimo porcentaje de la sociedad, representa el progreso, el paso de página que el otro 99% debe avalar.

El colonialismo africano comparte con el americano el hecho de que forma parte de nuestro pasado y, como tal, debemos afrontarlo. Tras la barbarie existen pueblos que han renacido, que se han recompuesto, que, pese a que siguen vigentes las letales consecuencias de tan nocivo padecimiento, conviven. Conviven teniendo en cuenta su pasado, no avergonzándose de él: es imposible apartar algo inherente a su ser. 
Sin esa madurez, tal vez en el Perú los indígenas aún vistieran taparrabos y portaran arco y flechas. Sin duda, en ese Perú nos lanzarían flechas envenenadas a los españoles. 
Sin esa madurez, los miles de africanos que anualmente llegan al Viejo Continente en busca de un medio de subsistencia, lo haría, en lugar de con las mejores intenciones, armados y dispuestos a vengarse de lo que los colonos franceses, belgas o ingleses hicieron en sus tierras.
Sin esa madurez, Irlanda e Inglaterra seguirían hoy en guerra, los estudiantes alemanes no dedicarían su tiempo en las aulas a aprender -y aprehender- lo que fue el III. Reich, Sudáfrica se levantaría contra sus pobladores blancos. 
Carentes de esa madurez, los yihadistas del IS siembran el terror en Irak y Siria.

España se encuentra en esa encrucijada. No sabe si aceptar el papel que le corresponde y revolver en un pasado enfangado o seguir sin asumir su responsabilidad histórica, viviendo en su burbuja de falsa comodidad. Casi cuarenta años después del fallecimiento de Francisco Franco su legado continúa presente. Que los responsables políticos de la dictadura hicieran vida política en democracia, que las familias del régimen sean un poderoso lobby gracias al enorme poder económico que amasaron, que conmemoraciones o monumentos no se hayan borrado del mapa, que la Iglesia no haya renunciado a su rancio papel y todavía legitime lo ocurrido, que alcaldes pagados por todos decoren su despacho público con imágenes del Caudillo, que la Jefatura del Estado sea tal y cómo la designó el Generalísimo, que no se haya dado voz a las víctimas, que se acalle a los críticos, no significa que la sociedad española haya olvidado los horrores o haya superado la dictadura. 

¿Qué fue realmente lo que pasó? Casi cuatro décadas de tema tabú. Familias enemistadas desde la Guerra Civil, cuerpos inánimes que yacen en cunetas, miles de niños robados como si se trataran de cobre, crímenes que han de ser juzgados por una magistrada argentina, un revuelo insensato cada vez que se habla de ETA. Ése es el panorama que tenemos. La herida que aún permanece abierta es como el charco que nos separa de América, de Perú, de Vargas Llosa. Cerrar esa hendidura en el cuerpo social español parece una tarea tan imposible como drenar el Atlántico. Y, sin embargo, bastó "Cien años de soledad" para lograrlo. 

Así que, llegado a este punto, los españoles solo tenemos dos opciones: superar el trance con cuarenta años de retraso, desclasificar nuestra memoria histórica, abrir y democratizar nuestro archivo del pasado. 
O, por el contrario, elegir lo impuesto, vestir de Zara por encima de la camisa azul; vanagloriarse de la Constitución del 78, de la democracia moderna y de haber evitado otra Guerra Civil, a pesar de que el precio fuera cerrar los ojos y el corazón, ni ver ni sentir las injusticias que asolaron España de paredón a paredón, de cuneta a cuneta; justificar como "chiquilladas" que miembros de NNGG se fotografíen con el brazo en alto o que los nazis de Alianza Nacional, liderados por un septuagenario, asalten librerías. 

Visto lo visto, cuando el Estado Islámico venga a reconquistar la tierra de sus abuelos, no habrá de qué preocuparse. En realidad, puede que no seamos tan diferentes.