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lunes, 29 de diciembre de 2014

Fe

Religiosas o no, las fiestas navideñas son la excusa perfecta para cerrar el año brindando con felicidad. Es tiempo de echar el cierre, de despedidas, y como tal, es tiempo de reuniones familiares y felicitaciones y celebraciones con amigos. En pleno siglo XXI, cuando más lejos de nosotros sentimos a nuestros seres queridos, en muchos casos por la ineludible distancia de quienes han hecho las maletas en busca de un futuro mejor o, simplemente, de un futuro, la tecnología nos permite estar al tanto de los vaivenes de todos ellos, felicitarles también las fiestas y hacer balance de lo bueno y lo malo que con el año se va. Sin embargo, paradojas del destino o qué sé yo, éstas son, irremediablemente, las fiestas de la tristeza, del desconsuelo y de la preocupación para muchos españoles. Las fiestas de la miseria, del engaño, de la desigualdad. Más que fiestas, heridas abiertas, crisis derivada en dramas personales, familiares.

2014, más allá de los titulares que nos ofrecerán los diarios, del rostro de Pablo Iglesias o del desfile inagotable de corruptos, ha sido el año de la esperanza. El de los pequeños gestos desinteresados, el de compartir paraguas cuando el temporal no amainaba, sino más bien al contrario, el de la ayuda por la gratitud. Entre tales socavones, el financiero, el industrial, el político, el moral, se han creado puentes de colaboración ciudadana, de solidaridad y esperanza. No se ha visto la luz al final del túnel, de hecho, es más extenso de lo que nadie pensaba, pero hemos pintado sus frías paredes de hormigón para que la odisea se nos haga, al menos, un poquito más amena.