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jueves, 10 de julio de 2014

Sálvese quién pueda

Es mediodía. Como de costumbre, antes de comer tomó el periódico y lo hojeo. De vez en cuando, si el titular atrae mi atención o si el tema que trata el artículo, crónica o noticia es de mi interés lo leo minuciosamente. Sin embargo, cuando llego a la sección Internacional dejo de hojearlo. Y hasta de ojearlo. Paso las páginas del tirón, como si intentase no adentrarme en ese mundo paralelo, distinto, por mucho que compartamos planeta, recursos, aire, agua, marco espacio-temporal. Un mundo que parece haber regresado atrás en el tiempo. No quiero zambullirme en esa rutina de dolor, en esa espiral de iniquidad que amenaza con engullirlo todo. Antes, quizá, me hubiera detenido ante esos reportajes. Me hubiera alarmado y angustiado por lo que han de padecer inocentes en rincones remotos de la tierra, hubiera ensalzado la labor del reportero que se juega la vida por informar en el campo de batalla, hubiera reflexionado sobre la hipotética razón de los conflictos bélicos. Ya no. Llega un momento en el que, o eres antropófago, o tanta sangre te tira para atrás. 


He sido un gran aficionado al mundo árabe. Supongo que la complejidad de ese territorio inhóspito para la razón humana me atraía, como a los hombres las mujeres difíciles, al mileurista los coches de lujo o al soñador los logros imposibles. He tratado de informarme y de leer, en la medida de lo posible, obras, reportajes, artículos e informes lo más objetivos posibles sobre el proceso histórico que comienza a principios del siglo XX y desemboca en las incesantes guerras de nuestro tiempo. El escenario puede ser la franja de Gaza, Afganistán, Irak, Egipto o Siria. El que sea. Tal vez, en mi desmesurada vanidad buscaba dar algo de luz a ese Oriente desconocido, para mí y para muchos como yo, y al hacerlo, poder formar una opinión precisa y juiciosa con la que convencer y enseñar a quienes eran como yo. Vano intento. Cada dato, cada lectura, cada tesis, era un nuevo quebradero de cabeza que echaba por tierra todo lo que creía saber. Desalentado, he llegado a la conclusión que nadie es capaz de entender lo que allí pasa. Ni los expertos en la materia, ni los historiadores, ni los periodistas, ni siquiera quienes habitan esas tierras llenas de odio y rencor. Por más que lo intentemos la maldad no se puede explicar, ni aprender, ni enseñar. 

No voy a citar a Hobbes, ni a hacer mía la teoría del pecado original de Agustín de Hipona. No voy a entrar en esas discusiones metafísicas vacías de todo pragmatismo, que tan alejadas están de comprender el alma humana. Concibo la maldad como una cualidad intrínseca del ser humano. Ya expliqué mi postura acerca de la persona y sus dos caras. La una, capaz de lo mejor: de construir edificios colosales, de cultivar todas las artes, de descubrir medicamentos y curas para nuestros males, de lograr increíbles avances tecnológicos; incluso, simplemente, de ser consciente de su entorno.
La otra, capaz de lo peor: de destruir el modo de vida de sus semejantes, de creer en la violencia como herramienta válida para todos sus fines, de violar a mujeres y a niñas, de torturar a sus congéneres o de arrebatar la vida por un trapo, una imagen de madera o un sentimiento adverso. 

Los fanatismos intransigentes, sean de la índole que sean, todos ellos inventados, alejados de la realidad, del mundo y de la vida e inútiles en cualquiera de los casos, hacen florecer, a la par que la bondad, la magnanimidad, la generosidad y el humanitarismo, que no son sino fanatismos vitales surgidos del amor y la filantropía, la codicia, la avaricia, el egoísmo y la inmoralidad, fanatismos surgidos de esa segunda cara, la del encono y la malicia. 

Lo peor es que al ver reproducirse el mal, al no compartir ni una ni otra idea de las que están en conflicto, parecemos estar condenados a tener que aceptar esos hechos execrables que ocurren entre nosotros, ante nosotros. Si no aceptamos el ansia de poder y la corrupción política de Bashar al-Asad ni el extremismo religioso de las facciones yihadistas, lo dejamos pasar. Si no aceptamos el pérfido abuso de poder israelí, heredero oriental de la fuerza militar yanqui, ni las atrocidades de los insurgentes palestinos, miramos hacia otro lado. Y se nos olvida que en medio de esas dos posturas, de esas dos caras, ambas feroces y crueles, decenas, cientos, miles de civiles inocentes padecen las consecuencias de un despiadado juego de azar en el que tan solo son peones, daños colaterales. Nosotros, racionales y justos, elegimos el camino más cómodo, igual de humanamente inhumano que cualquier sádico extremismo.

Dijo Ortega y Gasset, el más lúcido de los filósofos contemporáneos, también quién más sufrió la ruindad moral y la vileza de la España de la época, que él era él y su circunstancia, y que si no la salvaba a ella, no se salvaba él. Visto, lo visto, ninguno de nosotros está a salvo. Sálvese quién pueda, es decir, salvémonos todos. 

2 comentarios:

  1. Hola compañero, me siento muy identificada con esto que escribes. También intento entender el mundo árabe y muchas veces me queda grande. Pero puedes estar tranquilo, ni tú ni yo somos los únicos perdidos en este mar. No hace mucho leí que ni los propios árabes entienden.
    Sigue estudiando y sobre todo ten paciencia, o como se dice en árabe الصبر جميل.

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  2. Muy buenas, compañera.
    Quizá la desesperación sea un inevitable paso a la hora de aprender algo que no es, precisamente, sencillo. Poder transmitirlo, ya, es otra cosa. Pero es que, a veces, la crueldad que envuelve todo Oriente hace que no solo sea más difícil entender nada, sino que ni siquiera puedas entender de dónde viene tanta atrocidad.
    Un abrazo

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