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viernes, 22 de agosto de 2014

Crisis

Hace unos años la palabra crisis recordaba a una de tantas megaproducciones cinematográficas apocalípticas en las que la destrucción total amenazaba nuestro planeta y en las que un musculado guaperas y una rubia voluptuosa eran la última esperanza para salvar a la Humanidad, tarea que siempre resolvían con éxito. Hoy en día, aunque Zapatero se resistiese a pronunciarla, tal vez para evitar el desastre de la Tierra, se ha ganado por derecho propio un lugar especial en nuestro vocabulario. Nos abotarga escucharla a diario, ya sea en prensa escrita o en televisión, en las tertulias de los cafés o en suplementos publicitarios. Estamos hasta los cojones de la maldita palabreja, la espada de Damocles que se cierne sobre cualquier intelecto sano, o medio sano. No obstante, resulta cómico como insignes personajes hacen cábalas acerca de su duración o lanzan propuestas como si fueran curanderos de pueblo, haciendo honor a ese programa de Canal +, "Ilustres ignorantes".


Dijo Bertold Brecht -¿o fue Antonio Gramsci?- que la crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Quizá razón no les falte. El Senado parece una gruta de la Edad de Piedra, en dónde los más ancianos de la tribu se reúnen para no decidir nada en absoluto. Normal, entonces, que tengan dos meses y medio de vacaciones pagadas por el resto de pobladores de la fría cueva. Los empresarios recuperan, gracias a los resquicios legales y las magnánimas reformas laborales, técnicas de explotación decimonónicas: contratos semanales para no pagar fines de semana, encadenación de contratos temporales para no tener derecho a vacaciones, despidos y recontrataciones para ahorrarse la antigüedad de los trabajadores... La jornada de ocho horas, por ejemplo, legalizada hace más de un siglo, no es más que una utópica quimera. La violencia machista, en vez de erradicarse, renace con más fuerza en forma de asesinatos, abusos sexuales y hasta violaciones en grupo. La clase política gobernante, esa élite a la que algunos gustamos llamar "casta", apela a la ayuda divina para resolver 
problemas de su competencia. El ex-presidente del Tribunal Supremo se aferra a sus privilegios, ¡ni qué hubiera acabado la Edad Media!, y todavía conserva escoltas y coches oficiales. El alcalde de Valladolid revela que le da "reparo" entrar en un ascensor con mujeres. Coincidimos, después de tantos ejemplos, en que España, más que un cementerio de elefantes, es un safari dónde los jubilados cazan y reprimen el futuro.

Cuarenta años atrás, la juventud española acababa por romper los cimientos de una dictadura más antigua que las victorias nacionales en Eurovisión. En 2014, uno de cada dos jóvenes no tiene trabajo, cientos de miles se han visto obligados a emigrar sometiéndose a unas condiciones de vida deplorables, muy pocos pueden emanciparse, se retrasa la edad de maternidad. En cambio, a diferencia de las generaciones anteriores, el grueso de ésos jóvenes se contenta con ver "Mujeres y hombres y viceversa", echar unas partiditas a la Play con los colegas, pillarse un buen ciego con el dinero de mamá y papá, viajar a Salou, Benidorm o Torrevieja en verano e ir al gimnasio tres días por semana. 

Lo añejo viene revestido de una pintura de falsa modernidad. Verbigracia: ¿no amparan los programas sexistas de sobremesa los execrables estereotipos que supuestamente queremos combatir? ¿No es el exagerado culto al cuerpo un sustitutivo del culto de la mente? ¿No disfrutábamos más rajándonos los pantalones y las rodillas, tocando timbres a las viejecitas del pueblo o pegando patadas al balón -o a las latas y botellas cuando éste faltaba- en vez de viciándonos a los nuevos pasatiempos tecnológicos?
Por otro lado, lo verdaderamente moderno ha quedado anticuado. El cine de autor o el cine de culto es algo arcaico, ampliamente superado por las películas de acción y disparos. Lo mismo si leemos a los grandes clásicos y no los "Juegos del hambre".

Visto lo visto, estamos empeñados en revivir lo viejo y abortar lo nuevo, para fastidio de Gramsci y Brecht, de Kubrick y Stendhal, y para alivio de Botella y Ana Mato, de Gallardón y Rajoy. Con este panorama, lo que sorprende es que solo estemos sufriendo una crisis y no el catacrack universal. Ya se pueden preparar nuestros cerebros, porque ni el 
mazado guaperas ni la despampanante rubia nos salvarán esta vez. Están demasiado ajetreados atendiendo a las revistas del corazón.

















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